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Álvaro Enrigue

Debería de escribir sobre un asunto que me preocupa, asusta y atañe a mi oficio: el surgimiento, en las redes sociales, de una curva de violencia verbal indiscriminada y salvaje contra las escritoras mexicanas exitosas. Pero me da, directamente, miedo: no quiero padecer un linchamiento cibernético tan largo y macabro como los que sufrieron Cristina Rivera Garza y Carmen Boullosa en las últimas semanas —me tocó uno cuando todavía no era un asunto de género y no quiero volver a estar ahí.
Me digo que debería escribir sobre otras cosas. Sobre, por ejemplo, que esta semana tuve una conversación pública con un escritor mexicano sobre la situación política de la lengua española en nuestros días y ambos estamos tan obsesionados con la incompetencia y maldad de las presidencias en México y Estados Unidos que no podíamos hablar de otra cosa —por más ganas que le echábamos a enfocarnos en el problema que se suponía que deberíamos discutir. Los mexicanos de México y Estados Unidos ya somos, como fueron nuestros amigos del exilio sudamericano, personas que no pueden articular otra cosa que su indignación y sus agravios. Somos, como eran ellos, sobrevivientes de una guerra. Estamos traumados.
Pero también me parece que ambos asuntos están relacionados. Que lo primero que atenaza el miedo en una situación en la que la política toma el derrotero de la violencia —verbal en Estados Unidos, corporal en México— es el lenguaje. Que el lugar por el que canalizamos nuestra rabia los que no agarraremos un fusil para librarnos de una situación política insoportable, es el lenguaje.
No podemos parar de contar nuestra desgracia, porque el lenguaje cura. Trasladamos la violencia con que nos castiga la realidad política a nuestras discusiones gremiales porque una población sujeta al horror desplaza hacia el lenguaje sus potencias destructivas. Son dos caras del mismo fenómeno.
Y me digo que hasta que las cosas no encuentren un cause razonable es mejor sustraerse de las discusiones. Dejar que pase la bilis y vuelva la razón: los mexicanos, dijo ya hace varios años Héctor Manjarrez, llevan mucho tiempo muy enojados consigo mismos. Tenía razón. Mejor, tal vez, censurarse, escribir sobre San Juan de Cruz, a quien leo con furor en estos días.
Aun así, encuentro peligroso que ahora sea desde una izquierda cobijada por papers desde donde se atormenta a las escritoras exitosas de México —antes era la derecha neoliberal la que se esforzaba por silenciarlas; tal vez todavía lo haga, pero ya no la leo.
Esos linchamientos cibernéticos de que hablo no son poca cosa. Le tocó a mi esposa, Valeria Luiselli, hace unos meses, y había sicópatas que publicaban fotos de familiares nuestros con mensajes cuando menos inquietantes. Si no viviéramos ya fuera del país, tal vez nos habríamos decantado por irnos, por puro miedo. Y es ese miedo el que me hace censurarme, no escribir, escribir de lo que sea menos de eso. No encarar un problema acucioso del gremio literario: el linchamiento sistemático, programático y atroz de escritoras en las redes sociales.
Creo que el asunto de género no es casual: el esfuerzo por humillarlas públicamente parece concertado entre un grupo chico pero con una presencia poderosa en redes sociales que no pierde oportunidad de silenciarlas, arrebatarles los espacios que han ganado con un trabajo descomunal, señalar que tienen éxito no por lo que han invertido en sus carreras, sino porque detrás de ellas hay un gran varón que mueve los hilos de la literatura en México, porque nacieron en tal ciudad y no en otra, porque son hijas de equis —que siempre es hombre. No estoy hablando de casos aislados: le ha tocado en sucesión a López Mills, Luiselli, de Anda, Rivera Garza y Boullosa. Es difícil no pensar que hay un sistema y un concierto en tanta saña: lo único que comparten todas ellas es, precisamente, el género y el oficio.
Queridos machitos ilustrados: No importa el esfuerzo que hagan para callarlas porque ya ocuparon cuando menos la mitad de los lugares que antes eran sólo nuestros. Hace muchos años que la escritura literaria más significativa de México es la hecha por mujeres.
En donde debía estar la discusión de ideas, ahora está la bolita, la madrina, la pamba con picahielo. Y es difícil decirlo, porque nadie quiere que se la apliquen; padecer la violencia verbal desmedida, el furor vengativo —que se metan con mi familia, a la que le costó tanto darme una educación; con mi color de piel, que no tiene remedio; con mi trabajo, que, como todos, hago lo mejor que puedo; que le atribuyan a Enrique Krauze la modestísima fortuna de mis libros, que les juro que escribí yo solo.
Pero va a pasar. O no. Tal vez no me toque, o no tan duro, porque no soy una mujer exitosa. Y de cualquier modo ya lo dije.

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